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Leoncio Prado y los Ases de la Marina

Publicado: 2010-12-22

PREVIOUSLY ON VALHALLA: Es 1868. Antonio Raimondi y su pupilo, Leoncio Prado, llegan a Iquitos después de semanas de travesía por la selva. Allí se encuentran con dos militares retirados: el campechano Avelino Cáceres y el viejo Francisco Bolognesi, que detesta a los Prado y, por tanto, a Leoncio. Mientras discuten la situación, Iquitos se ve invadida por una horda de muertos vivientes. Pradito no puede evitar sentirse culpable: todo debe ser culpa de la maldición de Yompornanesha. De pronto, desde el Amazonas llegó la salvación...

"Los Cuatro Ases de la Marina". De pie: Miguel Grau, Lizardo Montero y Aurelio García y García. Sentado: Manuel Ferreyros. La fotografía fue tomada en 1876, poco antes de la extraña muerte de Ferreyros, en cuya expresión los estudiosos han reconocido síntomas avanzados de la infección. Archivo Courret.

- Buenas tardes, mi nombre es Miguel Grau y he venido por usted -dijo el más cachetón mientras descargaba su pistola en el pecho de una de las criaturas-. Ahora, ¡corra!

Pradito no entendía nada. ¡Eran los mismos cadáveres ambulantes de su sueño!

- ¡Corra! -insistió Grau.

Pradito reaccionó por fin y corrió, dejando atrás a su inopinado salvador, que esperaba a sus compañeros. Con él habían venido tres más y cada uno se había ocupado de despejarle el camino a los acompañantes de Pradito, que también corrían hacia el río. El viejo Bolognesi parecía tener problemas.

- ¡Gua, este viejo está muy enfermo, compadre! Nos retrasa.

- Lizardo, retírese usted si quiere, yo espero al señor -contestó Grau, mientras desenvainaba la espada-. Nos vamos todos o me quedo yo.

Bolognesi miró con desprecio a Grau.

- ¿Tú eres un lacayo de Prado, no? Los conozco a todos. A todos -remarcó mientras seguía rengueando a duras penas. Grau se interponía entre él y las criaturas-. No estoy viejo, estoy enfermo. Y ahora estaría podrido en las mazmorras de tu patrón... Y, caracho, dame esa espada, inútil. ¿Tú no tienes la más puñetera idea de nada, no?

Efectivamente, Grau no tenía idea de lo que pasaba. Atestaba certeros sablazos a las criaturas pero, por algún motivo que ignoraba, estos seres seguían avanzando a pesar de las estocadas en el pecho y la cercenación de sus miembros.

- Dame, dame, dame la espada, jovencito.

Bolognesi se hizo de la espada de Grau y en menos de un instante rodaban las cabezas de un puñado de criaturas, que caían al piso, inertes al fin.

- Así se hace -sonrió. Ubicó con la mirada a Pradito, que se había detenido a ver el forcejeo con Grau por la espada-. ¡Esto es lo que tu padre echó al calabozo, niño rico!

*

Una vez instalados en el vapor, a salvo de los infectados, Montero hizo las presentaciones:

- Este es el vapor "Fray Martín". Sus salvadores somos García y García, Ferreyros, Grau y un servidor, Montero. Fuimos enviados por el padre del jovencito, hace algunas semanas, poco antes que cayera en desgracia. Cuando estábamos en actividad nos decían los "Cuatro Ases de la Marina".

- Y ahora son los Cuatro Perros de Prado -escupió Bolognesi.

Entonces empezó una discusión política agria. García y García estuvo a punto de retar a duelo a Bolognesi. Ferreyros se interpuso entre ambos. Cáceres trataba de calmar a su compañero explicándole que fue Prado el que finalmente lo liberó. Raimondi no podía más de la risa.

Grau se acercó a Leoncio, que estaba sentado de espaldas a la escena, lejos. Grau pensó que Leoncio estaba asustado por Bolognesi o los leprosos salvajes. Trató de calmarlo.

- ¡No eran leprosos! -dijo Pradito-. Eran cadáveres ambulantes. Yo los he soñado. Invadían la Plaza de Armas. Sólo que en Palacio había una bandera chilena. Y en el campanario de la Catedral colgaban mi padre y el señor Raimondi. Así me he soñado.

Grau pensó que el calor había enloquecido a todos. Los atacantes eran claramente alguna tribu del monte, infestados por la lepra. Los cadáveres no se reaniman, vamos. Supersticiones en pleno siglo XIX, por favor. Pero Bolognesi estaba cada vez más agresivo y Raimondi había empezado a repetir lo de los cadáveres. Suficiente. Ordenó que todos se vayan a los camarotes y prohibió que la tripulación hablara con los pasajeros hasta que llegaran a su destino. No más discusiones ni alucinaciones.

*

Una noche, Grau salió a fumar su pipa a cubierta y se encontró a Raimondi. Estaba cazando insectos.

- Capitán, qué dolce noche, ¿no? La más dolce desde que salimos de Iquitos.

- Hm. Sí.

- Iquitos. ¿Quedará alguien vivo en ese puerto? Nosotros huimos a tiempo, pero el resto... Los colonos van a tener que fundar el puerto en otra parte, lejos de los morti que nos atacaron.

A Grau le incomodaba que Raimondi, a quien Prado le había hecho fama de sabio, siguiera con paparruchadas supersticiosas. Quizás el susto o el calor habían acabado con este europeo. O quizás nunca había sido sabio. El caso es que no quiso seguir la conversación. Siguió fumando en silencio un rato.

- Buenas noches, doctor. Hasta mañana.

- No, capitán, no se vaya. Escúcheme sólo esta vez: en esta selva he visto criaturas imposibles pero las más imposibles son las que usted vio conmigo en Iquitos. Los negros de Haití las llaman zombies.

- Por favor, doctor.

- No, caro capitán, sólo escuche. Conozco este grande país suyo mejor que nadie, seguro Prado le ha contado de los viajes que me financió. He viajado, he visto y he averiguado sobre esta tierra. Ustedes los peruanos no saben lo que tienen, son mendigos sentados en un banco de oro. Y ese oro son los conocimientos de sus ancestros. Pradito y Bolognesi son, cada uno a su modo, herederos de esos conocimientos. ¿Seguro ha escuchado usted acerca del sueño de Pradito?

- Es un muchacho. Los muchachos son imaginativos.

- El bambino es más que eso. Hay verdad, hay mucha verdad en esa visión, sólo que todavía no la entendemos. Y sospecho que hay mucha verdad en usted también. ¿Cómo se llama esta embarcación?

- "Fray Martín".

- Ja. ¿Ya ve? Nada es coincidencia. Niente.

Definitivamente Raimondi había sucumbido ante el calor. Era de esperar que un europeo no soportara las inclementes condiciones del Amazonas. El mismo Grau, a duras penas, seguía con esta misión. Ya quería terminar y volver a Piura, a su esposa, a su vida tranquila de marino mercante.

- No, no, caro capitán -dijo Raimondi como leyéndole el pensamiento-. Aquí no acaba todo. Aquí empieza. Hay gente jugando con fuego. Con el Orteccio. Estos brotes no son espontáneos. Cada vez serán más frecuentes y cada vez más graves. Usted no quiere entender nada, todavía. Bien. Sólo le doy un consejo: mantenga contacto con don Francisco. Descuide, ya se le pasará el resentimiento.

Grau se permitió sonreir.

- Debo admitir que es un esgrimista consagrado -dijo.

- Ya lo vio en acción: Bolognesi sabe como lidiar con estos problemas. Si usted no quiere enterarse de nada todavía, sólo recuerde eso. Bolognesi sabe. Buenas noches.

Grau se quedó solo en la cubierta. Se pasó la mano por la barba: estaba llena de mosquitos muertos. Parecía una advertencia. Como el sueño de Leoncio Prado.

*

NEXT: De cómo se cumplió el sueño de Leoncio Prado y de cómo Grau necesitó a Bolognesi.


Escrito por

Marco Sifuentes

Periodista peruano.


Publicado en

Valhalla

where bold, brave men struggle against the zombie armies before returning to Asgard