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Leoncio Prado y la fundación de la Logia

Publicado: 2010-09-25

El Museo Andrés Avelino Cáceres en Ayacucho aún muestra las cerámicas precolombinas de sujetos zombificados, con las que la que el entonces Teniente Avelino empezó a rastrear la historia de esta problemática en el Perú.

¿Cuál era la maldición que llevaba el linaje de Leoncio Prado? ¿Qué querían decir los asháninka cuando decían que el Ortecho no moraba en él pero sí en su sangre? ¿Por qué había soñado con su padre y el viejo Raimondi colgando de la Catedral?

Y más importante aún: ¿por qué en su sueño una bandera chilena ondeaba en Palacio de Gobierno?

Todas estas preguntas atormentaban a Pradito camino a la Plaza de Iquitos, que no era más que un descampado rodeado de árboles en aquel entonces, febrero de 1868. Lo acampañaba su súbito tutor, Antonio Raimondi, un italiano viejo y loco, pero que conocía mejor que nadie el Perú profundo. Conversaba en italiano con un tipo harapiento, incluso más viejo, que acababa de salir de prisión y se había presentado como Bolognesi.

Atrás venía un caballero elegante pero con ademanes campechanos: Avelino, cuyo tajo en el ojo izquierdo se le hacía familiar.

- Muchacho, estoy esperando que me recuerdes. ¿A los 14 ya eres un veterano de guerra que pierde la memoria? ¡Pardiez, hoztiaz!

La imitación del acento español le aclaró los recuerdos: ¡el teniente Cáceres! Uno de los artífices del Combate de Dos de Mayo. Pradito, a los 12 años, también había participado de esta gesta, el último estertor del imperio español en estas tierras. Ensimismado todavía, no atinó a decirle nada a Cáceres.

- Por tu expresión, veo que ya recordaste. Por si acaso ya no soy teniente: me retiré. Oye, pero sigues meditabundo. No te culpo. No te preocupes, tu padre está bien, ha regresado a su hacienda y yo te voy a llevar con él.

Pradito no entendió nada. Cáceres se dio cuenta y se río.

- Hombre, no sabes nada, ¿no? Muchacho: tu padre ya no es presidente. Balta estuvo jodiendo, con perdón de la expresión, y el Congreso obligó a tu viejo a dimitir. Cosas que pasan en el Perú, donde cambiamos de presidentes como cambiamos de calzones. ¡Jajaja! Seguro que hasta yo me convierto en presidente algún día. En este país cómo nos encanta la política.

Almorzaron tacacho con cecina. Cáceres le contó las noticias a Raimondi, que no mostró mayor sorpresa (¿eso fue lo que le estuvieron contando los chunchos a lo largo del camino?, se preguntaba Pradito). Bolognesi, andrajoso miraba a Pradito con una mezcla de curiosidad y desprecio.

- Así vas a asustar al muchacho -dijo Cáceres-. Lo que te haya hecho su viejo no tiene nada que ver con él. Además, ¿no conseguí que Prado te indultara? Olvídalo.

- He pasado doscientos veintidós días en prisión por culpa de la ignorancia supina de un Prado. No entiendo cómo este niñito engreido puede aportar a nuestro grupo.

- No me joda, Bolognesi, Prado tiene plata y plata es lo que necesitamos.

- Los Ugarte de Iquique tienen más plata que todos los Prado juntos. En esa zona la mierda de los pájaros cada día vale más y más. Ellos son personas cultas, no como los Prado. Además, acá todos somos adultos. Tú eres un militar aguerrido, Toño sabe exactamente dónde buscar las amenazas y yo no he recorrido Europa en vano durante tres años informándome sobre el peculiar fenómeno que nos convoca. No entiendo por qué vamos a hacer de niñeras.

- Caro Pancho, no se sulfure -terció Raimondi, conciliador-, el bambino no sólo tiene un talento natural, sino que Shironkabantzi dice...

- Pardiez.

- ¿Algún problema, teniente Avelino?

- No, ninguno -dijo Cáceres-. Sólo que, con perdón, usted cree demasiado en los chunchos.

- Oiga -gritó por fin Leoncio-. Yo también estoy aquí. Y, si bien es cierto que soy un joven, también es verdad que ustedes a mi edad no habían pasado...

Y así siguió. Cada vez más inspirado. Cada vez más envalentonado. Les contó cómo había resistido el Dos de Mayo. Les explicó lo que le dijeron los yanesha, lo que le advirtió el brujo asháninka, lo que soñó, lo que había aprendido con Raimondi y, finalmente, harto de todo, de ser tratado como un niño, de llevar consigo una maldición que no entendía, de que su familia fuera siempre un problema, los retó.

Y los rostros de Raimondi, Cáceres y Bolognesi cambiaron. Se abrieron sus ojos, se endureció su expresión y llevaron las manos al cinto.

Todo duró fracciones de segundo. Prado no tenía armas, sólo una daga, pero aún así la desenvainó, dispuesto a todo. Para su sorpresa, el primero en abalanzarse sobre él fue Raimondi, con un sable en ristre.

- Agáchate -dijo, empujándolo a un lado. Bolognesi y Cáceres, mientras cargaban sus pistolas, le dieron la espalda, rodeándolo.

Pradito jamás olvidó lo que sobrevino. Una decena de cadáveres vivientes estaban saliendo de entre la maleza. Pradito había tenido uno detrás y Raimondi acababa de despacharlo, atravesándole la cabeza por el ojo. Pero habían muchos más.

La puntería de Cáceres era insólita. Disparó y, varios árboles más atrás, cayó uno. Pero habían muchos más.

Y entonces, a lo lejos, del río, emergió él.


Escrito por

Marco Sifuentes

Periodista peruano.


Publicado en

Valhalla

where bold, brave men struggle against the zombie armies before returning to Asgard